La crueldad de las ejecuciones
La pena de muerte no es
un concepto abstracto. Significa causar traumas y lesiones tan graves
a un cuerpo humano que hacen que la vida se extinga. Significa
dominar instintos humanos básicos como la voluntad de sobrevivir y el deseo de
ayudar a otros seres humanos que están sufriendo. Es un acto repulsivo que a
nadie se debe pedir que ejecute o presencie y que nadie debe tener
el poder de autorizar.
Todos los métodos de ejecución son espantosos y
todos pueden fallar. La idea de que la inyección letal es una forma «humana» de
matar es sencillamente absurda. El condenado también tiene que sufrir el terror
de esperar el momento de su muerte, establecido de antemano, y
el método de matar no es siempre el proceso clínico e
indoloro que reivindican sus defensores. Muchas de esas ejecuciones han acabado
en muertes prolongadas, como la primera ejecución por inyección letal llevada a
cabo en Guatemala, en febrero de 1998. Manuel Martínez
Coronado, campesino de ascendencia indígena empobrecido, tardó dieciocho
minutos en morir, a pesar de que las autoridades habían asegurado que la
ejecución sería indolora y habría acabado en treinta segundos. Nada más empezar
la ejecución se produjo un corte de electricidad, a consecuencia del cual
la máquina de la inyección letal se detuvo y los compuestos químicos dejaron de
fluir. Los testigos que se encontraban en la sala
de observación informaron también de que los funcionarios encargados
de llevar a cabo la ejecución tuvieron dificultades para encontrar una vena en
la que insertar la aguja. El procurador de Derechos HumanosJulio Arango
afirmó: «Creo que todos tenemos la obligación de decir lo que pasó: le
sangraban los brazos por todos lados». La ejecución se retransmitió en directo:
la audiencia pudo oír a la madre y a los tres hijos de Manuel Martínez Coronado
sollozando en la sala de observación mientras tenía lugar la ejecución.
Esta ejecución fue un intento de las autoridades de
«humanizar» el método de provocar la muerte. Las ejecuciones anteriores,
las primeras que se realizaban en Guatemala desde hacía trece años, se llevaron
a cabo en 1996 ante un pelotón de fusilamiento. A uno de los condenados no lo
mató la primera descarga. Puede que incluso oyese la orden de que se le
disparase un tiro a la cabeza para matarlo. La indignación de la opinión
pública dentro y fuera de Guatemala obligó a las autoridades a dejar de usar
los pelotones de fusilamiento. Una respuesta más adecuada habría sido acabar
completamente con el uso de la pena capital.
En Estados Unidos, varios estados usan aún la silla
eléctrica. Una de las ejecuciones más recientes con ese método tuvo lugar en
Florida en 1997. Pedro Medino, refugiado cubano con un historial de enfermedad
mental, fue atado a una silla construida en 1924. La silla no funcionó bien, la
máscara de cueronegro que protegía el rostro aterrorizado de Pedro se
incendió y la cámara de ejecución se llenó de un denso humo negro. La corriente
eléctrica se mantuvo hasta que murió.
En Afganistán, en 1998, al menos a cinco hombres,
declarados culpables de sodomía por los tribunales de la ley islámica
(Sharía), los colocaron delante de unos muros; después derrumbaron los muros y
los hombres quedaron enterrados entre los escombros. Dos de ellos no murieron
hasta el día siguiente, en el hospital. Un tercero sobrevivió. En ese mismo
país se pueden llevar a cabo ejecuciones lapidando al condenado, colgándolo de
una grúa o degollándolo.
Éstos son ejemplos especialmente inquietantes de
ejecuciones. Pero el hecho es que una vez que los Estados creen tener derecho a
ejecutar a los presos acaban por adoptar prácticas que son semejantes a
torturas, independientemente del método que elijan.
La tortura es un acto condenado e ilegalizado en todos los
países del mundo, incluidos los que abogan por la pena de muerte. Sin embargo,
una ejecución es una agresión extrema, intencionada, física y mental
contra una persona que está indefensa en manos del Estado, los
elementos esenciales de la tortura. Si colgar a alguien de los brazos o las piernas
hasta que grita de dolor se condena porque se considera tortura, ¿cómo
calificaríamos el colgar a alguien por el cuello hasta que muere? Si aplicar
100 voltios de electricidad a partes sensibles del cuerpo con el fin de extraer
una confesión se considera tortura, ¿cómo describiríamos
la administración de 2.000 voltios para causar la muerte? Si llevar a
cabo simulacros de ejecución se considera tortura, ¿como calificaríamos la
angustia que siente una persona que tiene por delante años para pensar en su
ejecución por inyección letal a manos del Estado?
Silas Munyagishali era uno de los integrantes
del grupo formado por 21 hombres y una mujer ejecutados
públicamente en Ruanda por un pelotón de fusilamiento en abril. Fue condenado a
muerte tras un juicio injusto en el que fueron amenazados varios testigos de la
defensa. Su detención posiblemente tuvo una motivación política. ©
Peter Andrews/Reuters
La realidad es que la existencia de un proceso legal que
permite esa crueldad no la hace menos dolorosa. El hecho de que la pena de muerte
se imponga en nombre de la justicia no mitiga el sufrimiento ni la
humillación.
En algunas partes del mundo se han dado pasos para hacer las
ejecuciones más públicas. Es una tendencia preocupante: indica que algunos
gobiernos están perdiendo el sentido de la vergüenza respecto a lo que están
haciendo y que en algunos países la gente se está acostumbrando a la brutalidad
y a la muerte.
Los organismos internacionales han condenado las ejecuciones
públicas. En 1996 el Comité de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas (onu) afirmó que las ejecuciones públicas son incompatibles con
la dignidad humana. Y sin embargo en diversas partes del mundo los
gobiernos permiten, incluso invitan, al público a presenciar las ejecuciones.
En Arabia Saudí las ejecuciones suelen llevarse a cabo en público. En el caso
de los trabajadores migratorios, los familiares a veces ni siquiera saben que
se está llevando a cabo una ejecución, y sin embargo el público está ahí para
presenciar los últimos momentos de la vida de sus seres queridos. En otros
lugares las ejecuciones públicas son un fenómeno reciente. En Ruanda, por
ejemplo, 21 hombres y una mujer fueron ejecutados por un pelotón de
fusilamiento el 24 de abril de 1998 por participar en el genocidio de 1994. Las
ejecuciones se llevaron a cabo ante grandes multitudes que incluían decenas
de niños.
Una ejecución pública en Tabarjah, Líbano, mayo de 1998. ©
Ahmed Azakir/ap
Una justicia injusta.
La pena de muerte es siempre un método injusto de hacer
justicia. Se aplica de forma parcial: las celdas del pabellón de la muerte
están llenas de personas procedentes de ambientes de marginación y minorías
étnicas, los que tienen menos medios para defenderse en los
tribunales. Raras veces se encuentran millonarios entre esas personas. La pena
de muerte se aplica de forma arbitraria, dependiendo de factores tan aleatorios
como la capacidad de los abogados, las negociaciones de sentencia o los
indultos concedidos para celebrar los cumpleaños de los gobernantes. Que
alguien viva o muera puede ser una lotería.
Y la pena de muerte siempre conlleva el riesgo de
acabar con la vida de personas totalmente inocentes, bien porque se use como
instrumento para hacer callar para siempre a los opositores del gobierno,
bien por errores judiciales inevitables.
La campaña de Amnistía Internacional contra las violaciones
de derechos humanos en Estados Unidos, iniciada en 1998, destacaba la forma en
que la raza continúa desempeñando un importante papel en la aplicación de la
pena de muerte en el país. La raza de la víctima y la del acusado parecen tener
una importancia significativa a la hora de determinar si una persona es o no
condenada a muerte. El número de blancos y negros que son asesinados enEstados
Unidos es equiparable, y sin embargo el 82 por ciento de los presos
ejecutados desde 1977 fueron declarados culpables del asesinato de una persona
blanca. Los negros representan sólo el 12 por ciento de
la población total del país, pero el 42 por ciento de los condenados
a muerte son de raza negra. Estudios realizados en todo el ámbito nacional
coinciden en que otros factores, como la gravedad del crimen y el origen social
del acusado, no pueden explicar esas disparidades.
En países en los que la pena de muerte se impone
obligatoriamente para el delito de asesinato, como Trinidad y Tobago,
los tribunales no pueden tener en cuenta ningún factor atenuante, como por
ejemplo la discriminación y la violencia que sufren las
mujeres. En septiembre de 1998, el Relator Especial de la onu sobre ejecuciones
extrajudiciales, sumarias o arbitrarias hizo un llamamiento a Trinidad y Tobago
para que no ejecutase a Indravani Pamela Ramjattan, condenada a muerte por el
asesinato en 1995 del hombre que convivía con ella y que la
maltrataba. Había sufrido sus malos tratos durante años. Días antes del
asesinato se escapó. Su compañero la localizó y la llevó de vuelta a casa. Al
parecer, durante días estuvo golpeándola brutalmente con furia y la amenazó
repetidas veces con matarla. Indravani Pamela Ramjattan fue condenada a muerte
junto con dos hombres que acudieron en su ayuda. El Relator Especial expresó su
preocupación por el hecho de que la violencia extrema y los malos tratos
sufridos por Indravani Pamela Ramjattan --golpes, amenazas de muerte y
repetidas violaciones-- no hubiesen sido consideradas circunstancias atenuantes
por las autoridades que investigaron el caso ni por los tribunales. También
afirmó que la pena de muerte era un castigo demasiado duro para
los delitos cometidos en ese tipo de circunstancias. Al final del año
Indravani Pamela Ramjattan seguía en prisión condenada a muerte.
Muchos gobiernos siguen usando la pena de muerte para
aterrorizar a sus opositores. En 1998, tres años después de la ejecución en
Nigeria de Ken Saro-Wiwa y otros ocho ogonis por motivos políticos, que provocó
una condena generalizada, aún había personas que tenían que enfrentarse a
juicios políticos por delitos punibles con la muerte. En abril, el general
Oladipo Diya, en aquel momento «número dos del régimen», y otros cuatro hombres
fueron condenados a muerte tras juicios claramente injustos. Las condenas
fueron conmutadas más tarde ese mismo año después de morir el jefe del Estado.
En Irán, Ruhollah Rawhani, miembro de la minoría
religiosa bahai, fue ejecutado en julio de 1998. Había sido detenido junto con
otros dos hombres y declarado culpable de participar en la conversión de una
mujer musulmana a la fe bahai, incluso a pesar de haber afirmado ella que había
sido educada como una bahai por sus padres. Los otros dos hombres --Sirus
Dhabihi Muqaddam y Hedayatollah Kashifi Najafabadi--, juzgados en el mismo
juicio, seguían en peligro de ejecución al terminar 1998.
Todos los años familiares y amigos de condenados a muerte
llevan a cabo incansables campañas para exponer errores de la justicia. Algunas
de ellas consiguen resultados satisfactorios cuando ya es demasiado tarde para
salvar la vida del ser querido.
"Comparto plenamente el sentimiento de las familias de
las víctimas de asesinatos y otros crímenes, pero no acepto que una muerte
justifique otra".
Mary Robinson, ONU. Alta Comisionada de la ONU para los
Derechos Humanos, tras la ejecución de Karla Faye Tucker en Estados Unidos,
febrero de 1998.
En el Reino Unido hubo que esperar a 1998 para que los
tribunales anulasen dos sentencias condenatorias que habían dado lugar a
ejecuciones en los años cincuenta, antes de la abolición de la pena de muerte.
En febrero, el Tribunal de Apelaciones de Londres anuló la
sentencia condenatoria dictada contra Mahmood Hussein Mattan, marinero somalí
ahorcado por asesinato en Cardiff, Gales, 46 años antes. El juez de apelaciones
del caso, lord G. H. Rose, dijo al emitir su fallo que la pena capital no era
una «culminación prudente para un sistema de justicia penal que es
humano y por tanto susceptible de cometer errores».
Durante más de cuarenta años, la familia de Derek
Bentley, epiléptico, de 19 años, pero con una edad mental de 11, luchó para
demostrar que era inocente del delito por el que le habían ahorcado en 1952.
La campaña, que sufrió numerosas derrotas y humillaciones en
los tribunales, fue liderada por la hermana de Derek Bentley, Iris, que murió
en 1997 pidiendo todavía justicia para su familia, que había quedado
destrozada por la ejecución.
Cuando la sentencia condenatoria de Derek Bentley fue
finalmente anulada en julio de 1998, el único miembro superviviente de su
familia era su sobrina.
Maria Bentley-Dingwall, sobrina de Derek Bentley
(fotografía superior. © Rex), celebra a la puerta del tribunal de Londres,
Reino Unido, la anulación de la sentencia condenatoria de su tío, 46 años
después de su ejecución.© Russell Boyce/Reuters
Este tipo de casos ponen de manifiesto el defecto esencial
de la pena de muerte: su carácter irrevocable. Los errores no pueden
rectificarse, la muerte es irreversible. Pero los errores son inevitables en
todos los sistemas de justicia, no importa lo escrupuloso que sea el
proceso ni lo honrados que sean los participantes.
Otro problema es que en todo el mundo no sólo se cometen
errores involuntarios o hay unos cuantos funcionarios corruptos que pervierten
el curso de la justicia.
A menudo, las normas internacionales creadas para
garantizar la celebración de juicios justos se pasan completamente por alto en
los casos de pena capital.
En muchos casos los presos que se enfrentan a posibles
condenas de muerte son defendidos por abogados inexpertos o por abogados
designados por motivos políticos por el Estado; algunos ni siquiera
cuentan con un abogado. Puede que los acusados no comprendan los cargos ni
las pruebaspresentados en su contra, especialmente si
los procedimientos se llevan a cabo en un idioma que desconocen. En
ocasiones se les niega el derecho a apelar ante un tribunal de jurisdicción
superior o a pedir el indulto. Algunos son juzgados por tribunales especiales
que no cumplen las garantías básicas. Como consecuencia de todo ello, todos los
años se condena a muerte a muchos presos tras juicios injustos, algunos de los
cuales son una verdadera parodia de la justicia.
Maqsood Ahmed fue ejecutado en febrero de 1998 en Pakistán.
Había sido detenido en mayo de 1989 y condenado a muerte por matar a un hombre
durante un atraco. La ejecución se llevó a cabo a pesar de que otros dos
hombres se habían confesado autores del asesinato y de que el superintendente
de policía había afirmado que Maqsood Ahmed se encontraba bajo custodia
policial cuando se cometió el asesinato. Su abogado calificó la ejecución de
«asesinato de la justicia».
En octubre de 1998 fueron ejecutados 24 soldados en Sierra
Leona, una semana después de ser declarados culpables de
delitos relacionados con un golpe militar que tuvo lugar en
mayo de 1997. Los soldados fueron juzgados por un tribunal militar y no
tuvieron derecho de apelar contra su declaración de culpabilidad y su
condena ante una jurisdicción superior.
La corrupcion en el mundo solo acabara cuando se Aplique la #PenaDeMuertePorCorrupcion
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