domingo, 22 de julio de 2012

La crueldad de las ejecuciones


La crueldad de las ejecuciones

La pena de muerte no es un concepto abstracto. Significa causar traumas y lesiones tan graves a un cuerpo humano que hacen que la vida se extinga. Significa dominar instintos humanos básicos como la voluntad de sobrevivir y el deseo de ayudar a otros seres humanos que están sufriendo. Es un acto repulsivo que a nadie se debe pedir que ejecute o presencie y que nadie debe tener el poder de autorizar.
Todos los métodos de ejecución son espantosos y todos pueden fallar. La idea de que la inyección letal es una forma «humana» de matar es sencillamente absurda. El condenado también tiene que sufrir el terror de esperar el momento de su muerte, establecido de antemano, y el método de matar no es siempre el proceso clínico e indoloro que reivindican sus defensores. Muchas de esas ejecuciones han acabado en muertes prolongadas, como la primera ejecución por inyección letal llevada a cabo en Guatemala, en febrero de 1998. Manuel Martínez Coronado, campesino de ascendencia indígena empobrecido, tardó dieciocho minutos en morir, a pesar de que las autoridades habían asegurado que la ejecución sería indolora y habría acabado en treinta segundos. Nada más empezar la ejecución se produjo un corte de electricidad, a consecuencia del cual la máquina de la inyección letal se detuvo y los compuestos químicos dejaron de fluir. Los testigos que se encontraban en la sala de observación informaron también de que los funcionarios encargados de llevar a cabo la ejecución tuvieron dificultades para encontrar una vena en la que insertar la aguja. El procurador de Derechos HumanosJulio Arango afirmó: «Creo que todos tenemos la obligación de decir lo que pasó: le sangraban los brazos por todos lados». La ejecución se retransmitió en directo: la audiencia pudo oír a la madre y a los tres hijos de Manuel Martínez Coronado sollozando en la sala de observación mientras tenía lugar la ejecución.
Esta ejecución fue un intento de las autoridades de «humanizar» el método de provocar la muerte. Las ejecuciones anteriores, las primeras que se realizaban en Guatemala desde hacía trece años, se llevaron a cabo en 1996 ante un pelotón de fusilamiento. A uno de los condenados no lo mató la primera descarga. Puede que incluso oyese la orden de que se le disparase un tiro a la cabeza para matarlo. La indignación de la opinión pública dentro y fuera de Guatemala obligó a las autoridades a dejar de usar los pelotones de fusilamiento. Una respuesta más adecuada habría sido acabar completamente con el uso de la pena capital.
En Estados Unidos, varios estados usan aún la silla eléctrica. Una de las ejecuciones más recientes con ese método tuvo lugar en Florida en 1997. Pedro Medino, refugiado cubano con un historial de enfermedad mental, fue atado a una silla construida en 1924. La silla no funcionó bien, la máscara de cueronegro que protegía el rostro aterrorizado de Pedro se incendió y la cámara de ejecución se llenó de un denso humo negro. La corriente eléctrica se mantuvo hasta que murió.
En Afganistán, en 1998, al menos a cinco hombres, declarados culpables de sodomía por los tribunales de la ley islámica (Sharía), los colocaron delante de unos muros; después derrumbaron los muros y los hombres quedaron enterrados entre los escombros. Dos de ellos no murieron hasta el día siguiente, en el hospital. Un tercero sobrevivió. En ese mismo país se pueden llevar a cabo ejecuciones lapidando al condenado, colgándolo de una grúa o degollándolo.
Éstos son ejemplos especialmente inquietantes de ejecuciones. Pero el hecho es que una vez que los Estados creen tener derecho a ejecutar a los presos acaban por adoptar prácticas que son semejantes a torturas, independientemente del método que elijan.
La tortura es un acto condenado e ilegalizado en todos los países del mundo, incluidos los que abogan por la pena de muerte. Sin embargo, una ejecución es una agresión extrema, intencionada, física y mental contra una persona que está indefensa en manos del Estado, los elementos esenciales de la tortura. Si colgar a alguien de los brazos o las piernas hasta que grita de dolor se condena porque se considera tortura, ¿cómo calificaríamos el colgar a alguien por el cuello hasta que muere? Si aplicar 100 voltios de electricidad a partes sensibles del cuerpo con el fin de extraer una confesión se considera tortura, ¿cómo describiríamos la administración de 2.000 voltios para causar la muerte? Si llevar a cabo simulacros de ejecución se considera tortura, ¿como calificaríamos la angustia que siente una persona que tiene por delante años para pensar en su ejecución por inyección letal a manos del Estado?
Silas Munyagishali era uno de los integrantes del grupo formado por 21 hombres y una mujer ejecutados públicamente en Ruanda por un pelotón de fusilamiento en abril. Fue condenado a muerte tras un juicio injusto en el que fueron amenazados varios testigos de la defensa. Su detención posiblemente tuvo una motivación política. © Peter Andrews/Reuters
La realidad es que la existencia de un proceso legal que permite esa crueldad no la hace menos dolorosa. El hecho de que la pena de muerte se imponga en nombre de la justicia no mitiga el sufrimiento ni la humillación.
En algunas partes del mundo se han dado pasos para hacer las ejecuciones más públicas. Es una tendencia preocupante: indica que algunos gobiernos están perdiendo el sentido de la vergüenza respecto a lo que están haciendo y que en algunos países la gente se está acostumbrando a la brutalidad y a la muerte.
Los organismos internacionales han condenado las ejecuciones públicas. En 1996 el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (onu) afirmó que las ejecuciones públicas son incompatibles con la dignidad humana. Y sin embargo en diversas partes del mundo los gobiernos permiten, incluso invitan, al público a presenciar las ejecuciones. En Arabia Saudí las ejecuciones suelen llevarse a cabo en público. En el caso de los trabajadores migratorios, los familiares a veces ni siquiera saben que se está llevando a cabo una ejecución, y sin embargo el público está ahí para presenciar los últimos momentos de la vida de sus seres queridos. En otros lugares las ejecuciones públicas son un fenómeno reciente. En Ruanda, por ejemplo, 21 hombres y una mujer fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento el 24 de abril de 1998 por participar en el genocidio de 1994. Las ejecuciones se llevaron a cabo ante grandes multitudes que incluían decenas de niños.
Una ejecución pública en Tabarjah, Líbano, mayo de 1998. © Ahmed Azakir/ap
Una justicia injusta.
La pena de muerte es siempre un método injusto de hacer justicia. Se aplica de forma parcial: las celdas del pabellón de la muerte están llenas de personas procedentes de ambientes de marginación y minorías étnicas, los que tienen menos medios para defenderse en los tribunales. Raras veces se encuentran millonarios entre esas personas. La pena de muerte se aplica de forma arbitraria, dependiendo de factores tan aleatorios como la capacidad de los abogados, las negociaciones de sentencia o los indultos concedidos para celebrar los cumpleaños de los gobernantes. Que alguien viva o muera puede ser una lotería.
Y la pena de muerte siempre conlleva el riesgo de acabar con la vida de personas totalmente inocentes, bien porque se use como instrumento para hacer callar para siempre a los opositores del gobierno, bien por errores judiciales inevitables.
La campaña de Amnistía Internacional contra las violaciones de derechos humanos en Estados Unidos, iniciada en 1998, destacaba la forma en que la raza continúa desempeñando un importante papel en la aplicación de la pena de muerte en el país. La raza de la víctima y la del acusado parecen tener una importancia significativa a la hora de determinar si una persona es o no condenada a muerte. El número de blancos y negros que son asesinados enEstados Unidos es equiparable, y sin embargo el 82 por ciento de los presos ejecutados desde 1977 fueron declarados culpables del asesinato de una persona blanca. Los negros representan sólo el 12 por ciento de la población total del país, pero el 42 por ciento de los condenados a muerte son de raza negra. Estudios realizados en todo el ámbito nacional coinciden en que otros factores, como la gravedad del crimen y el origen social del acusado, no pueden explicar esas disparidades.
En países en los que la pena de muerte se impone obligatoriamente para el delito de asesinato, como Trinidad y Tobago, los tribunales no pueden tener en cuenta ningún factor atenuante, como por ejemplo la discriminación y la violencia que sufren las mujeres. En septiembre de 1998, el Relator Especial de la onu sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias hizo un llamamiento a Trinidad y Tobago para que no ejecutase a Indravani Pamela Ramjattan, condenada a muerte por el asesinato en 1995 del hombre que convivía con ella y que la maltrataba. Había sufrido sus malos tratos durante años. Días antes del asesinato se escapó. Su compañero la localizó y la llevó de vuelta a casa. Al parecer, durante días estuvo golpeándola brutalmente con furia y la amenazó repetidas veces con matarla. Indravani Pamela Ramjattan fue condenada a muerte junto con dos hombres que acudieron en su ayuda. El Relator Especial expresó su preocupación por el hecho de que la violencia extrema y los malos tratos sufridos por Indravani Pamela Ramjattan --golpes, amenazas de muerte y repetidas violaciones-- no hubiesen sido consideradas circunstancias atenuantes por las autoridades que investigaron el caso ni por los tribunales. También afirmó que la pena de muerte era un castigo demasiado duro para los delitos cometidos en ese tipo de circunstancias. Al final del año Indravani Pamela Ramjattan seguía en prisión condenada a muerte.
Muchos gobiernos siguen usando la pena de muerte para aterrorizar a sus opositores. En 1998, tres años después de la ejecución en Nigeria de Ken Saro-Wiwa y otros ocho ogonis por motivos políticos, que provocó una condena generalizada, aún había personas que tenían que enfrentarse a juicios políticos por delitos punibles con la muerte. En abril, el general Oladipo Diya, en aquel momento «número dos del régimen», y otros cuatro hombres fueron condenados a muerte tras juicios claramente injustos. Las condenas fueron conmutadas más tarde ese mismo año después de morir el jefe del Estado.
En Irán, Ruhollah Rawhani, miembro de la minoría religiosa bahai, fue ejecutado en julio de 1998. Había sido detenido junto con otros dos hombres y declarado culpable de participar en la conversión de una mujer musulmana a la fe bahai, incluso a pesar de haber afirmado ella que había sido educada como una bahai por sus padres. Los otros dos hombres --Sirus Dhabihi Muqaddam y Hedayatollah Kashifi Najafabadi--, juzgados en el mismo juicio, seguían en peligro de ejecución al terminar 1998.
Todos los años familiares y amigos de condenados a muerte llevan a cabo incansables campañas para exponer errores de la justicia. Algunas de ellas consiguen resultados satisfactorios cuando ya es demasiado tarde para salvar la vida del ser querido.
"Comparto plenamente el sentimiento de las familias de las víctimas de asesinatos y otros crímenes, pero no acepto que una muerte justifique otra".
Mary Robinson, ONU. Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, tras la ejecución de Karla Faye Tucker en Estados Unidos, febrero de 1998.
En el Reino Unido hubo que esperar a 1998 para que los tribunales anulasen dos sentencias condenatorias que habían dado lugar a ejecuciones en los años cincuenta, antes de la abolición de la pena de muerte.
En febrero, el Tribunal de Apelaciones de Londres anuló la sentencia condenatoria dictada contra Mahmood Hussein Mattan, marinero somalí ahorcado por asesinato en Cardiff, Gales, 46 años antes. El juez de apelaciones del caso, lord G. H. Rose, dijo al emitir su fallo que la pena capital no era una «culminación prudente para un sistema de justicia penal que es humano y por tanto susceptible de cometer errores».
Durante más de cuarenta años, la familia de Derek Bentley, epiléptico, de 19 años, pero con una edad mental de 11, luchó para demostrar que era inocente del delito por el que le habían ahorcado en 1952.
La campaña, que sufrió numerosas derrotas y humillaciones en los tribunales, fue liderada por la hermana de Derek Bentley, Iris, que murió en 1997 pidiendo todavía justicia para su familia, que había quedado destrozada por la ejecución.
Cuando la sentencia condenatoria de Derek Bentley fue finalmente anulada en julio de 1998, el único miembro superviviente de su familia era su sobrina.
Maria Bentley-Dingwall, sobrina de Derek Bentley (fotografía superior. © Rex), celebra a la puerta del tribunal de Londres, Reino Unido, la anulación de la sentencia condenatoria de su tío, 46 años después de su ejecución.© Russell Boyce/Reuters
Este tipo de casos ponen de manifiesto el defecto esencial de la pena de muerte: su carácter irrevocable. Los errores no pueden rectificarse, la muerte es irreversible. Pero los errores son inevitables en todos los sistemas de justicia, no importa lo escrupuloso que sea el proceso ni lo honrados que sean los participantes.
Otro problema es que en todo el mundo no sólo se cometen errores involuntarios o hay unos cuantos funcionarios corruptos que pervierten el curso de la justicia.
A menudo, las normas internacionales creadas para garantizar la celebración de juicios justos se pasan completamente por alto en los casos de pena capital.
En muchos casos los presos que se enfrentan a posibles condenas de muerte son defendidos por abogados inexpertos o por abogados designados por motivos políticos por el Estado; algunos ni siquiera cuentan con un abogado. Puede que los acusados no comprendan los cargos ni las pruebaspresentados en su contra, especialmente si los procedimientos se llevan a cabo en un idioma que desconocen. En ocasiones se les niega el derecho a apelar ante un tribunal de jurisdicción superior o a pedir el indulto. Algunos son juzgados por tribunales especiales que no cumplen las garantías básicas. Como consecuencia de todo ello, todos los años se condena a muerte a muchos presos tras juicios injustos, algunos de los cuales son una verdadera parodia de la justicia.
Maqsood Ahmed fue ejecutado en febrero de 1998 en Pakistán. Había sido detenido en mayo de 1989 y condenado a muerte por matar a un hombre durante un atraco. La ejecución se llevó a cabo a pesar de que otros dos hombres se habían confesado autores del asesinato y de que el superintendente de policía había afirmado que Maqsood Ahmed se encontraba bajo custodia policial cuando se cometió el asesinato. Su abogado calificó la ejecución de «asesinato de la justicia».
En octubre de 1998 fueron ejecutados 24 soldados en Sierra Leona, una semana después de ser declarados culpables de
delitos relacionados con un golpe militar que tuvo lugar en mayo de 1997. Los soldados fueron juzgados por un tribunal militar y no tuvieron derecho de apelar contra su declaración de culpabilidad y su condena ante una jurisdicción superior.

1 comentario:

  1. La corrupcion en el mundo solo acabara cuando se Aplique la #PenaDeMuertePorCorrupcion

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